Camino por las calles rotas.
Hundo mis pies en los pozos embarrados.
Esquivo montículos de tierra.
Caigo entre maderas, insostenibles
en los bordes de precipicios entubados.
Cruzo calles, entre avalanchas
de motores funcionando.
Sobrevivo al serpenteo de una moto,
que a la turbulencia de su paso,
roza el ruedo de mi abrigo.
A pesar que mi pie resbala
en el borde de la acera aceitosa,
logro aterrizar en la vereda de enfrente.
Y nuevamente sigo el camino.
Si esto fuese el relato de una ciudad
bombardeada por una guerra;
sería lógico, normal; pero ésta ciudad,
no ha pasado guerra,
no hubo bombas.
Literalmente hablando.
Sin embargo mis pies cansados
ya de recorrer por casi cinco décadas,
las mismas baldosas, pisoteando
basura, barro y cemento,
viendo como la destrucción
va sembrando el rumbo.
Buscando calles que ya no son calles,
ni desde el nombre, que ya no está,
ni de aquellos lugares que albergaban
las risas, nuestras risas;
adolescentes de pasado,
utópicas de futuro.
Sólo queda algún que otro bastión
sobreviviente de la modernización.
Algún monumento empinado hacia el cielo,
cortando en dos, como cuchilla filosa en el aire,
la ruta incesante de un centro,
que cada vez nos invade más, ahogándonos;
y hoy, todavía no preguntamos ¿Para que está?
Entre medio de la vorágine,
nos llevamos por delante
o nos lleva por arrastre del costado
derecho o izquierdo;
en esa lucha constante de supervivencia selvática
por mantener a flote un barco
que navega sobre zancos
apoyados en arenosos y rocosos fondos.
Así como camino las calles,
recorro nuestra vida,
apasionada de ilusiones,
superviviente de utopías,
no del todo enterradas,
entre baldosas flojas
y carteles de neón.
Entre mesas de bares,
que recordamos nostálgicos,
sentados ahora en “peceras”
luminosas de caños y fórmicas
o en los no menos lumínicos
infantiles y adolescentes,
yankeelizadas hamburgueserías.
Dónde fueron a parar
aquellos pintores, escritores,
actores, músicos, que merodeaban
la noche, de bar en bar,
esperando las seis de la mañana
para ir a comprar los bollos de grasa,
recién horneados, calientes y crujientes
a la panadería al lado del San Martín.
¿Qué se hizo del viejo violinista?
que tocaba por monedas,
y después te pagaba el sanwich de mortadela.
Porqué se perdieron las librerías
abiertas hasta la madrugada,
con mesas repletas,
en donde leíamos los libros
que no podíamos comprar,
cuando todavía no existían las fotocopiadoras
y mucho menos la computadora.
En que viejo anticuario, del Mercado de las Pulgas,
habrá ido a parar aquella vitrola,
con los discos de rock, que sonaba con monedas.
¿Habrá publicado su libro,
aquel que nos leía sus poemas en La Paz?
¿Habrá vendido el cuadro del cisne
sobre el piso embaldosado en blanco y negro,
aquel pintor del Taller de las Artes?
Aquel que llevaba la guitarra colgada en la espalda,
como ahora llevan las mochilas,
¿Habrá logrado editar su disco?
Y de todos los sueños y proyectos
en grandes teatros de la calle Corrientes,
¿Cuántos lo habremos realizado?